Los niños deberían esperar llegar a la edad adulta en un entorno seguro y que le brinde todo su apoyo, ser alimentados, vestidos y cuidados, recibir un apoyo y un amor incondicional de por lo menos un adulto, y tener totalmente la oportunidad de jugar y de recibir una educación con otros menores de su edad. Tienen derecho a esperar que mientras se convierten en adultos desarrollarán sus potencialidades y recibirán una educación que les prepare a la vida adulta, de modo que puedan ganarse su vida y, si lo desean, formar su propia familia. Tienen derecho a esperar amar y ser amados, a ser protegidos y a que se le brinde la oportunidad de hablar, de elegir y de actuar por sí mismos de acuerdo con su edad. En resumen, deberían tener derecho a la supervivencia, al desarrollo y a la participación.
No vivimos en un mundo que conceda este mínimo bagaje a todos los niños. En efecto, el método más ampliamente aceptado para medir la pobreza de un país es medir el número de niños que mueren antes de cumplir los cinco años.
En las comunidades desfavorecidas, a menudo los niños sufren de desnutrición y carecen de una vivienda adecuada, son víctimas de enfermedades que pueden evitarse o curarse. No tienen acceso a agua potable ni a buenas condiciones de salubridad. En las zonas de conflicto o como refugiados, los niños carecen de la educación que se supone ha de prepararles para la vida.
Muchos niños carecen de educación y del derecho de jugar, porque tienen que trabajar a una edad demasiado temprana. Las niñas tienen mucho mayores probabilidades de verse obligadas a abandonar la escuela para hacerse cargo de las labores domésticas a una edad muy temprana.
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